17/07/2020
Alejandría en el bolsillo
En una pequeña maleta marrón se encuentra, casi en su totalidad, mi biblioteca. Los únicos criterios bajo los cuales se encuentra dispuesta son el tamaño y la fragilidad de quienes la componen. Los lomos se enfrentan a los bordes internos y cierres, cuidando a las puntas blandas y duras que se encuentran en situación de intimidad. Entre las hojas de mil blancos distintos permanecen (o nacen, como parece ser cuando se olvidan) boletos, dedicatorias, facturas, sellos y pétalos apagados. No todos estos libros pueden llamarse míos, quedan algunos préstamos que se realizaron con más o menos consciencia de parte de sus propietarios originales. He buscado la variedad, aunque siempre se pueden descubrir partes de mi biografía espiritual en los escritos, especialmente en los nombres que se repiten, como Otero Silva, Camus, Austen y McCarthy. En menos de una semana me acompañarán al próximo lugar donde comeré y dormiré la mayoría de las noches del año, seguidos por un puñado de ejemplares que viajarán a mis espaldas.
Pero más son los que ya no están ahí. Hay títulos ausentes que tienen dos vidas: en los estantes que
pasé mirando más de la mitad de mi vida y en mi memoria. He sufrido y gozado con bastantes de estos, pero me quedaron pendientes tantos otros, que esperaba me llamaran por mi nombre y me obligaran a descubrirlos. Ese momento nunca llega, esa voz es la de la propia curiosidad, no de las portadas de sus causantes. Quién sabe cuándo lograré saber qué escondían detrás de la tinta de su impresión.
De todas maneras, faltan algunos tomos que no he contado. En mi bolsillo tengo más libros de los que podría cargar en cualquier maleta. No tienen peso ni páginas, y, si los miramos de cerca, sus letras están guardadas entre unos y ceros. El teléfono celular es el hogar que comparten con fotos, conversaciones virtuales y cursos de idiomas. Algunos de estos volúmenes son reproducciones de sus contrapartes digitales, pero hay muchos que se armaron pensando en los espacios digitales, lejos de las imprentas ruidosas. Este es el mundo nuevo que no logró adivinar Borges en sus visiones de librerías infinitas. Es la Alejandría que soñamos alguna vez, la que no arde ni se esfuma entre las nubes.