Mi padre me dijo una vez que no importaba lo que hiciera, que si lo amaba, iba a tener éxito. Era un optimista, lamentablemente.
Las viejas elegantes, las jóvenes que salían de fiesta y las familias que venían a pasar un lindo verano en la costa argentina caminaban por los stands de la feria a paso lento, pero sin parar ni un segundo. Lo que yo tenía no podía considerarse un verdadero stand, era más bien una mesa adherida al de mi amiga, Lara. Ella me había acogido en su casa y me había regalado esa pequeña mesa junto con dos pinzas y un rollo de hilo de cobre para que hiciera flores, lo único que podía hacer bien.
—¿Cuánto cuestan? —escuché que dijo una voz masculina.
—A voluntad —dije sin quitar la mirada de la flor que estaba por terminar.
—Buen truco.
—¿Truco?—le pregunté levantando el rostro.
—Seguramente te salen dos pesos hacerlas, pero si decís que es a voluntad nadie te va a dar menos de veinte.
Yo me quedé mirándolo. Claramente no era un artista como yo. Llevaba un jean que parecía recién salido de una tienda del centro, una remera de Hollister y el cabello rubio perfectamente cortado. Tenía cara de abogado.
—La verdad es que me da pereza hacer la cuenta de cuánto me salen. Pero gracias por la idea, ahora no pienso hacerla.
Él me sonrió.
—Te doy cincuenta por dos—me dijo, dejando el billete en la mesa.
—¿Cuáles querés?
—Estas dos—dijo señalando las que estaban más cerca del borde de la mesa-. ¿Se las puede poner en un broche?
—¿Un broche de pelo para mujer?
—Sí—me dijo rebuscando algo en su bolsillo—. En este.
—Sí, obvio. Dámelo y te lo pongo yo.
Mientras agarraba el tallo de las flores y lo enroscaba alrededor de la pinza del broche, una chica llegó corriendo y abrazó al chico. Era linda, o mejor dicho, era perfecta. Tenía el cabello dorado, su piel bronceada y un conjunto de short y top que solo ella podía llevar.
—Listo—le dije mientras le tendía el broche, incómoda. Él se le acercó y se lo puso románticamente a la chica, se rieron y luego se fueron. El broche le quedaba bien. Seguí haciendo más flores, de distintos tipos, rosas, flores de loto y lirios. Me compraron casi todas las que hice, pero aun así no paré de trabajar hasta que cerramos la feria a la una de la madrugada. Mi padre siempre decía que era como él, no podía quedarme quieta. Cuando era niña me alegraba enormemente cuando me decía eso. Quería copiarlo en todo lo que podía: tomaba mate con él todas las mañanas, tomaba vino con él todas las noches y lo acompañaba a la casa que construía, siempre y cuando mi madre me dejara. Pero al crecer seguía sin poder quedarme quieta y él se había estancado en la vida.
Empezamos a guardar todos los títeres de goma espuma que vendía Lara en unas bolsas negras enormes, luego cerramos la cortina del stand y yo metí los dos lirios de cobre que me habían quedado en mi cartera. Plegué la mesa, me la acomodé debajo del brazo y seguí a Lara hasta su auto.
—Tu mamá volvió a llamar, Florencia. Tenés que responder—soltó ella de repente mientras íbamos en el auto camino a la casa.
—No tengo nada que decirle.
—Pero tal vez sea importante—me respondió secamente, mirándome de reojo antes de devolver la vista a la calle.
—Está bien.
El resto del camino nos quedamos en silencio. Lara manejando concentrada y yo mirando por la ventana imaginando lo que mi madre tenía para decirme. Podía ser, simplemente, que me había llamado para contarme que había encontrado un trabajo en alguna tienda, o para hablarme de cómo el jardín estaba cada vez más lindo o para decirme que a la tía le estaba yendo muy bien con la nueva dieta. Cosas que ella disfrutaba contar por teléfono y que yo había empezado a ignorar varios años atrás cuando aún trabajaba en aquella lujosa oficina.
Los trajes lindos me habían hecho pensar que lo que era importante para mis padres no lo era para mí.
Me mordí el labio intentando no recordar cómo solía cortarle a mi padre diciéndole con un suspiro de frustración que estaba feliz por él, pero que el hecho de que terminara la obra no era urgente y que podía esperar a mis horarios no laborales. Él nunca se lo tomaba en serio. Cada tanto volvía a llamar diciendo: “Chiquita, ya terminamos la obra, el patrón está feliz”. Mi padre no solo era un optimista, era un obstinado luchador.
—Ayudame a bajar la mesa—me dijo Lara apenas estacionó el auto en la subida de su casa, una pequeña construcción al estilo de esos chalet antiguos.
Estaba tan alejada de la playa que nadie quería alquilarla ni en las temporadas más altas del verano, así que Lara se había resignado a usar la pequeña cabaña que había junto a un costado para cuando vinieran inquilinos. Ahora solo era el lugar donde se almacenaba toda la basura.
Bajamos la mesa y la dejamos en la cabaña, junto con las bolsas llenas de las marionetas. Tuvimos que correr varias cajas para darle espacio a las nuevas bolsas. El polvo que había en ese cuarto se me fue pegando al cuerpo y a las largas rastas rubias que se me caían en la cara. Tuve que hacerme una coleta para que no me molestaran.
Hace tres años, esta maraña de trenzas solía ser una melena dorada que acostumbraba llevar en una coleta alta a la oficina para dejar a la vista los aretes de plata que colgaban a cada lado de mi cara. En ese entonces estaba obsesionada con mi pelo, al punto de que había prometido nunca cambiarlo.
Llamé a mi mamá al llegar a mi cuarto. Ella estaba feliz. Me contó que se había mudado de barrio para estar más cerca de la tía y que había conseguido nuevos clientes. Yo la felicité, mientras por dentro pensaba que seguramente se pasaba el día trabajando ganando menos de la mitad de lo que yo solía ganar en la oficina.
Pero ella era feliz. Eso era suficiente como para hacerme sonreír.
—Bueno, ma, me alegro por vos. Nos vemos en mayo cuando vaya para allá. Te quiero— le dije. Corté antes de escuchar su respuesta. Odiaba las despedidas lentas.
Solté un suspiro mientras me dejaba caer en el colchón sin sábanas que estaba en el piso del diminuto cuarto. Miré al techo, tenía la pintura que se estaba desconchando y manchas negras por la humedad.
Había estado ignorando la llamada sin sentido.
El miedo a escuchar su voz histérica como aquella vez hace tres años a veces podía conmigo, pero, como siempre, ese miedo no tenía sentido. Ella solo me llamaba para hablar, no para…
Negué con la cabeza y me giré para acostarme en posición fetal abrazando mis rodillas.
Quise ignorar los recuerdos que venían con las llamadas de mi madre, pero no podía. Al igual que la humedad, se iba abriendo paso en el techo de mi cuarto, los recuerdos siempre volvían.
Tal vez lo mejor sería decirle que prefería no hablar por teléfono, que podía contarme todo en mayo, cuando terminara la temporada de verano, pero nunca haría eso, no cuando la hacía tan feliz llamarme.
Me volví a girar en la cama para ver el techo. Me convencí de que mi miedo no tenía sentido, de que mi madre solo me llamaba para hablar, de que esa llamada hacia tres años no volvería a ocurrir. Pero no funcionó, volví a sentir el mismo miedo paralizante que había sentido aquel día al salir corriendo del bufete de abogados, luego de enterarme que mi padre estaba muerto en el suelo de la obra.
No pude dormir pensando en mi padre y en su estúpida felicidad, que se había llevado, como una esponja al agua, toda la mía. No entendía, como nunca lo había hecho, cómo un hombre podía ser feliz trabajando más de doce horas al día y cobrando menos que un trabajo de medio turno. No lo entendía. Pero a veces me recordaba que mi padre no solo era un optimista, sino que también era un hipócrita.
Él siempre repetía las mismas palabras, como si quisiera que se me grabaran en la mente, me decía una y otra vez que no importaba lo que hiciera, si era algo que me apasionaba, iba a tener éxito.
Yo le había preguntado de pequeña si su pasión era la construcción, si le apasionaba su trabajo. Él me había dicho que su pasión era ser mi padre y que parecía que lo estaba haciendo con éxito.
Al principio me lo creía y me hacía enormemente feliz creerlo, terminaba con una sonrisa de oreja a oreja después de que él venía a mi cuarto, me daba la bendición y se quedaba mirándome con los ojos iluminados diciéndome que era el hombre más feliz porque hacía lo que amaba. Pero cuando crecí, me di cuenta de que mi padre no podía ser feliz, no podía ser feliz con el poco sueldo que ganaba y sus sueños marchitándose en una esquina de la casa.
Esa hermosa fantasía se había desvanecido.
Apreté con fuerza mis dientes hasta que chirriaron.
Me levanté de la cama cuando eran las cuatro de la mañana. Ya no aguantaba más estar con los ojos clavados en el horrible techo. Me instalé en la cocina, con mi hilo de cobre y mis pinzas. Me encantaba ese material, era tan flexible como la naturaleza humana, tan moldeable como nuestra mente, pero tan fuerte como nuestra voluntad. O la de mi padre, al menos. Empecé haciendo rosas, porque a todos les gustaban, después hice lirios y dalias, y más adelante, cuando me aburrí de todo lo que conocía, empecé a inventar nuevas flores. Me tranquilicé y sonreí mientras doblaba el hilo de cobre con mis pinzas. La cocina estaba helada. La temperatura de la costa tenía la costumbre de bajar tanto de noche que parecía que el invierno volvía. Pero el verano seguía ahí, esperando al sol, igual que yo en esa cocina mientras hacía flores de cobre, porque esas flores me hacían ser un poco más optimista.
Sonreí como si el sol ya estuviera en el cielo, como solía hacer él cuando llegaba a casa a las once de la noche y después de cenar llenaba la mesa de flores de cobre.
arte: Liébana Goñi
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Escrita por Daniel Franco Sánchez
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