Para Mateo
Cuando el sol terminó de esconderse entre los cerros orientales, las luces de los edificios, los carros y los faros en las calles comenzaron a encenderse de una en una, como animales que se despiertan en la noche. Las calles de Bogotá se llenaron de puntos blancos, amarillos y rojos. Las personas dejaron los cubículos de oficina para ir a los bares, parada esencial antes de volver a sus casas. Iban entre el tumulto de las calles, unos hablando por teléfono, otros con un compañero, todos soltando las quejas del día.
En el undécimo piso de un edificio de oficinas en el centro de la ciudad, Carlos comenzó a teclear el final de su libro, mientras veía a sus compañeros salir.
—¿No viene? —le preguntó un colega mientras simulaba tomar de un vaso invisible. Carlos lo miró fijamente, sin decir nada ni despegar las manos del teclado.
—Es el día, ¿verdad? —intentó adivinar el hombre.
Él asintió, curvando una de las comisuras de su boca en una sonrisa a medias, y dejó que se marchara sin haberle dicho nada. Se inclinó sobre el escritorio y volvió la vista a la pantalla.
“Cuando todos se hayan ido, y te encuentres con la inmunda sensación del fatal abandono, confía en que habrá siempre una luz que te mostrará el camino sagrado. Una luz que ha estado allí esperando a ser reconocida por ti –ese tú despierto, ajeno a las cadenas de tus instintos- para mezclarse en perfecta sintonía contigo y ser, finalmente, un...”, leyó.
Carlos enderezó su postura y miró por encima del computador, confirmando que no quedaba nadie más que él en la oficina. Extendió sus dedos sobre el teclado, tratando de abarcarlo todo, como anunciándole a las letras y símbolos quién era el amo. Se quedó en esa posición por unos segundos, con los ojos cerrados y sosteniendo el aire. Fue capaz de ver a un Carlos lejos del cubículo de paredes de aluminio con un pequeño corcho en un lado, lejos de las notitas con listas de quehaceres, del calendario de la empresa y la canasta pequeña llena de clips de colores. En su imaginación, aquel Carlos estaba sentado en un sillón beige junto a un hombre mayor que llevaba un vestido de traje, el cabello engominado y estaba cruzado de piernas. Una mesita con dos tazas de café y un libro, su libro, los separaba. El hombre lo miraba con interés, al igual que un público a oscuras en frente de ellos dos. En la primera fila estaba sentada Freda, con la vista clavada en Carlos el escritor.
Abrió los ojos y soltó el aire, pensando en que las palabras correctas para cerrar su obra habrían de salir de él con la misma naturalidad con la que se abre una flor. Sostuvo las manos rígidas sobre el teclado. Después de unos segundos comenzó a mover los dedos como los pistones de un carro, uno por uno, sin tocar una sola letra, intentando sentir ese ritmo interior del que hablaban Carnegie, Mandino, incluso Yibran. Pero él solo vio sus dedos en un vaivén al compás del zumbido de la calefacción de la oficina. Pensó en que nunca lo había notado antes, quizá porque siempre había otros ruidos encima de éste. Presionó la barra espaciadora del teclado para comprobarlo: un clac seco. Clac. Lo volvió a hacer, concentrándose en el murmullo del calentador que acababa de descubrir. Era una voz que siempre había estado allí, susurrando, desconcentrándolo. Se preguntó si apareciera otro sonido lograría callar este. Escuchó con atención, incorporando el rumor de la gente y los vehículos en las calles con el zumbido. Sacudió la cabeza. No existe tal cosa como el silencio. Volvió sus ojos a la pantalla y vio la línea titilando en medio de la última palabra escrita y el vacío por llenar. Quiso acercar el oído a la máquina para ver si sonaba como un latido. “Seguro que eso ayudaría, que tenga vida”, dijo entre dientes. Buscó por una lista de palabras que tenía anotadas en una hoja: maestro, estrella, eminencia, sensei... Ninguna pareció correcta para concluir. Necesitaba algo sorprendente, una palabra grande, estelar. Se le ocurrió que Gina podría tener una sugerencia.
—Todas las convenciones sociales están fundadas sobre la inseguridad y el miedo del hombre.
Freda la miraba absorta, detenía sus ojos en los labios de ella cada vez que interrumpía sus soliloquios para tomar un sorbo de la copa.
—Si te fijas, todo se trata de restricciones: no mate, no incomode, no robe, no desee, no, no y no. Pero ¿dónde están aquellas leyes que nos impulsen a ser mejores? Algo como: done a la caridad, supérese a sí mismo, respete el cuerpo del otro, contribuya a la sociedad de manera sustancial...—agregó Gina, clavando su ojos en los ojos de la chica de rostro sonriente que tenía delante. Pasó una mano por su cabello castaño, y puso la copa en la mesa. Abrió las piernas y apoyó sus codos sobre los muslos, inclinándose hacia Freda. Ella le sostuvo la mirada por unos segundos, hasta que la sumergió en su copa. Gina no la dejó de ver, como si estuviese esperando una respuesta.
—Supongo que tiene sentido —dijo Freda, lamiéndose las manchas de vino del labio superior —, pero también es cierto que estas leyes están orientadas al buen hacer, aunque se formulen en negativo; ellas no sólo nos detienen de hacer cosas malas, nos llevan a hacer cosas buenas. Como un cruce de cebra nos dice “no atropelle a quién va pasando”, también dice “dé permiso a las personas para que anden”.
Gina se rio y bajó la mirada, moviendo su cabeza en una afirmación. Volvió a verla y deteniendo la risa soltó un suspiro.
—Puedo ver...
El sonido de su celular la interrumpió. Agarrando el aparato le indicó a Freda que esperara un segundo, y, al ver de quién se trataba, sonrió con malicia.
—Hablando del rey de Roma —dijo al contestar la llamada.
Freda arrugó la cara como haciendo una pregunta. Gina le guiñó un ojo.
—Solamente cosas malas... claro—soltó una carcajada, recostandose en el espaldar del sillón. Se cruzó de piernas.
—¿Y tú con quién crees?—Dijo mirando fijamente a su compañera, que no sabía qué cara poner—. Así es, con la “Miss Freda”.
La chica se sonrojó.
—Así es, ya empiezo a verlo —afirmó Gina y bebió lo que le quedaba en la copa de un sorbo. Se acercó a la mesa—. Justo estaba a punto de decirle eso: que puedo ver qué es lo que tanto te gusta de ella. Tiene unas pestañas preciosas, resaltan el candor en su mirada.
Freda se cubrió el rostro con las manos. Gina rió.
—Tal cual, un ser de luz. La capital no le ha afectado para nada —dijo—. Estoy segura de que tiene mucho más que enseñar que inglés —diciendo esto, pasó sus ojos por el cuerpo de Freda; los detuvo en sus piernas, entrecruzadas, expuestas por debajo de una falda negra.
—Yo sí creo, todavía nos falta una botella más —dividió entre las dos copas lo poquito que quedaba del vino. Alzó la mano para llamar a un mesero. Freda señaló su reloj y trató de decir que no, pero Gina ya había conseguido entre gestos decirle al hombre con chaleco que les arrimara otro cabernet.
—Bueno, llámame cuando te desocupes, a ver en qué andamos nosotras —y volvió a poner su celular boca abajo sobre la mesa.
Freda la miraba expectante.
—¿Qué?
—Que no es cierto que estábamos hablando de él.
—Todavía no —contestó Gina.
El mesero se acercó y comenzó a servir el vino. Freda lo detuvo antes de que la copa llegara a la mitad. Gina la regañó con la mirada.
—No debería tomar más. Mañana tengo que dar clases —explicó Freda al instante.
—¡Mentira, mañana es sábado!
Freda rio, pero al instante se enderezó en su puesto y relajó el rostro.
—Cierto, pero no debo. No puedo trasnocharme mucho si quiero despertar temprano… Después no rindo.
Gina notó que los cachetes de Freda comenzaban a sonrojarse. Soltó una risita.
—No, no y no —dijo burlonamente.
Freda arrugó la cara.
—Es en serio.
—Yo también lo digo en serio, ¿ves que lo único que tienes en mente son restricciones? —diciendo esto alzó una ceja y bebió un trago.
Freda miró al techo, y exhaló con una sonrisa.
—¿Qué? —dijo Gina, mirando también hacia arriba—. No veo el chiste.
—Nada, que te crees bastante observadora.
—Gracias, díselo a mi editor que está todo el tiempo cortándome detalles valiosos que él no es capaz de ver.
—¿Como qué?
—Como que no estoy del todo segura si tu collar es un accesorio bonito o la respuesta a una pregunta.
Freda bajó la mirada hacia su pecho y agarró el dije de oro de su cadena.
—Es un regalo de mi hermana —dijo acariciando el centro de la cruz dorada con el pulgar—. Me la dio cuando me mudé para acá.
—¿Qué es eso que tiene en la mitad? ¿Un diamante?
—No, es un topacio —contestó sonriente—. ¿Y a qué pregunta te refieres?
Gina rio con la boca cerrada, como escondiendo un secreto, y se acercó la copa a los labios.
—No sé cómo hacer para llevarla a la cama —confesó Carlos mientras caminaba por la habitación.
Se acercó a cerrar una ventana. Afuera comenzaban a oírse los carros y la gente saliendo a sus oficinas. Llovía.
—A lo mejor y no le excitas tanto —contestó Gina desde su puesto en la cama.
Carlos rio nervioso. Se miró en el espejo que estaba en el otro extremo del cuarto. Volvió la vista a su amiga.
—¿Tú crees? —dijo.
Ella se puso de pie y caminó hacia él, abordándolo por la espalda. Ambos se miraron en el espejo.
—Estás fijándote en el lugar equivocado —le susurró al oído—. Lo verdaderamente excitante no está aquí — dijo, pasándole una mano por la entrepierna. Él cerró los ojos—. Está aquí.
Carlos sintió el dedo de Gina deslizarse por su frente hasta la boca.
—Pero si lo que más hacemos es hablar —dijo él.
—No, no me refiero a sólo hablar. Me refiero a la forma. Cómo se mira, a cómo se habla, a cómo se respira —y le pasó la lengua por la oreja.
Él se volteó, poniendo su rostro contra el de ella; ella le sostuvo la cabeza con las manos. Sus labios se rozaron.
—¿Se te ha ocurrido que a lo mejor ella no quiere tirar contigo? —dijo Gina.
Él resopló divertido y se apartó de ella.
—Lo digo en serio...
—¿Qué piensas de ella? —quiso saber Carlos.
—Que es más sensible que tú y que yo. Probablemente ha visto menos cosas; no es de la capital, ni lleva mucho tiempo en ella. Y se le nota. Parece una buena persona, pero le falta chispa... o así la haces sonar, un poco chupacirios. Seguro hay algo que no me estás contando o algo que no estás viendo. Más allá de eso no sé, tengo que conocerla.
Él se mostró satisfecho. Fue hacia el closet y comenzó a vestirse.
—Pues deberías invitarla a tomar algo esta semana —dijo poniéndose los pantalones—. A ver si puedes comprobarlo por cuenta propia.
Ella se tiró sobre la cama.
—Puede que lo haga —contestó estirando el cuerpo como un gato—. A lo mejor y la seduzco por ti.
Carlos se volteó a mirarla, ella le guiñó un ojo.
—¿No tienes que trabajar? —preguntó él.
—Sí, pero me quedaré aquí un rato si no te molesta —dijo metiéndose entre las sábanas. Él se puso una camisa.
—Bueno, pues cierra la puerta con llave cuando salgas. Hay una copia en esa gaveta, es la que tiene un cuarzo de llavero —señaló—. Me la devuelves cuando nos veamos.
Carlos se miró en el reflejo de la ventana y logró el nudo de la corbata. Tomó su mochila y salió del cuarto.
—¿Cómo va el libro? —gritó Gina antes de que él cerrara la puerta.
Se sostuvo la cabeza con los codos sobre el escritorio, como si le pesara. Carlos no dejaba de imaginarse el tipo de conversación que podrían estar teniendo su confidente y su nueva musa. Sonrió un poco. Cerró los ojos y volvió a buscar con atención algo más allá del zumbido de la calefacción. Creyó escuchar a Gina hablar con admiración y deseo por su forma de escribir, “Ya me gustaría hacerlo como él”, imaginó escucharla. Enseguida Freda se pondría a comentar todo aquello que él le contó sobre su libro, aquella particular forma tan suya de ver el mundo: “una visión unificadora del mundo”, dijo para sus adentros, recordando la conversación que tuvieron la noche en que los presentaron. “Me imagino un mundo en el que todas las acciones humanas confluyan hacia un bienestar general, en contacto con la naturaleza y su energía; una en la que el individuo se sienta como una parte valiosa de un conjunto de seres libres, sin ataduras mentales ni físicas”, repitió entre dientes, como un guión, volviendo a aquel momento. Luego imaginó aquellas palabras escritas en el periódico en forma de reseña, en la columna de Gina, y en la parte de atrás de su libro como sinopsis de la obra. Sonrió, volviendo al plató con el hombre de traje y el público a oscuras que ahora aplaudía. Abrió sus ojos, encontrándose una vez más rodeado de cubículos de aluminio y el ruido del radiador.
—¡Sabía que no me equivocaba contigo! —exclamó Gina, extendiendo su mano hasta el centro de la mesa. Sostuvo la mirada con Freda, los ojos bien abiertos, llenos de entusiasmo. Compartían una sonrisa de complicidad y el vino ardía en sus mejillas.
No decían nada. El murmullo de los demás a su alrededor se convirtió en silencio. Freda buscó su copa con la mano sin bajar la vista, bebió de un sorbo lo que quedaba. Gina miró la botella, ahora vacía, soltó una risita y llamó de nuevo al mesero.
“¿Qué es aquello que el alma desea? ¿Es acaso lo mismo que pide el cuerpo? Al finalizar el día se hace presente la ausencia, con su sabor a aire, y algo nos comienza a doler, a estorbar. Puede ser el estrés, la frustración, la soledad o el cansancio. Es entonces que estamos dispuestos a hacer cualquier cosa por no sentir frío. Un cóctel de lo que sea o un beso de quienquiera parece ser la mejor opción, pero nunca una duradera. El trago se acaba, y los labios se cansan”, Carlos releyó las primeras líneas del libro. “Hace falta armonía, luz y paciencia”. Frotó sus ojos, apartó la vista del computador y miró hacia arriba. “¿Dónde estarán las estrellas?”, susurró para sí mismo, viendo el techo.
—Déjame, yo invito esta noche.
Freda asintió lentamente.
—Yo pago la próxima botella...
—¿Cuál otra?
—La que nos vamos a tomar en tu casa —se aventuró Freda.
Gina sonrió complacida.
—Ya pido el taxi.
Carlos se acercó a una ventana. Se detuvo a ver el tránsito de lucecitas blancas y rojas que atravesaban la avenida. Aún buscaba la palabra indicada, pero no conseguía encajar ninguna, todo le sonaba extraño de repente. Y todo se movía allá afuera, él lo veía pasar a su alrededor, sin tocarlo, sintiendo como si estuviera en el ojo de un ciclón. Un escalofrío lo asaltó por las piernas y le subió a los hombros. Las palabras de Gina sonaron nuevamente en su oído. Retornó a su cubículo, y buscó su celular.
—Espérame aquí, no demoro —indicó Freda, bajándose del vehículo.
Gina no le quitó los ojos de encima hasta verla entrar en la tienda. Enseguida esculcó en su bolso para confirmar que tuviese las llaves. Palpó con la punta de sus dedos la argolla de un llavero. Introdujo el índice y extrajo del bolso dos manojos de llaves. El juego con el llavero de cuarzo colgaba del de la casa de Gina. Sosteniéndolas, sonrió sagaz.
—¡Listo! —anunció Freda entrando nuevamente en el taxi. Se acomodó al lado de Gina, justo en el centro de los tres asientos, las rodillas rozándose. Gina la miró justo en la boca; le indicó la dirección al taxista sin despegar los ojos de Freda, y siguieron moviéndose.
“Ya no estamos en el bar. Vete a tu casa”, leyó Carlos en su celular. Apretó los labios y exhaló desilusionado. Cerró los ojos, pidió un mensaje diferente y apretó sus puños al imaginarse lejos de las luces de un escenario una noche más. Apagó el computador y recogió sus cosas con pereza. Antes de tomar el ascensor se acercó a una ventana y volvió a mirar los puntos blancos, amarillos y rojos. Bajó la cabeza, triste, sabiendo que esta noche seguiría siendo uno más de ellos.