arte: Abraham Valera
No es el olor a humo y a fritanga que desprende la ropa mal lavada en ciertas calles de Chacaíto, tampoco es el sudor y la mugre que después de una jornada larga de trabajo impregna la piel; la tufarada que recorre las aceras de esta ciudad es fuerte como la pestilencia de un vagabundo, aunque no todos sean vagabundos. El hedor resiste a cualquier intento de aseo y mana a borbotones cuando, después de un tiempo, se come lo mismo todos los días y la higiene se descuida por falta de agua. Sí, en esta ciudad la vida de sus habitantes depende del sonido que hace temblar las tuberías, y que anuncia media hora de aseo en sus casas o, al menos, diez minutos para quitarse la mugre de las uñas. En cada hogar caraqueño, lo que sucede a la llegada del agua son gritos, no siempre de alegría:
—¡Llegó el agua! ¡Llegó el agua! ¡Llegó el agua! —se oye —¡Que llegó el agua! Apúrate, apúrate... Hay que lavar todo, fregar los platos e intentar bañarnos...
—¡El aaaaaaaaaaaaguuuaaaaaaaa! — grita nerviosa la vecina del ocho.
—¡Coño’elamadrenojoda, Andrés! Deja esa vaina, llegó el agua. Ve a llenar los potes… —dice el padre del cinco ansioso. Quizás se le haya ido la mano al ver que su hijo no suelta el móvil para atender el llamado de las cañerías. Estas hacen un ruido chirriante, como si estuvieran a punto de quedarse sin voz. Sentado en el suelo de su diminuta habitación, Andrés escuchaba las tuberías, imaginando que hablaban un lenguaje incomprensible para él y su familia. Tal vez por eso el agua tardaba tanto en llegar a su casa. El padre de Andrés entró enfadado al cuarto y le propinó un manotazo que, hasta el sol de hoy, sigue caliente en el cuello del niño.
—¡Coño, el agua! ¡Vamos!
Andrés se sobó el golpe, dejó el teléfono en la cama y caminó con paso apesadumbrado al lavandero. Las botellas estaban regadas, los cubos vacíos y las poncheras esperaban a ser llenadas. El cuchitril que él llama hogar olía a orina de hacía días. El agua llegaba en su barrio una vez a la semana y la ponían el resto de las noches a las ocho y media. De las paredes, viejas y con manchas de grasa, comenzaba a evaporarse un hedor a rancio, la casa también apestaba. Yelitza, la madre, echaba colonia todas las noches. Este ritual hacía de las mañanas un despertar insoportable, el olor barato a perfume se mezclaba con la pestilencia pegándose a las fosas nasales e impidiendo la respiración en algunas zonas de la casa. Andrés prefería asfixiarse con el pachulí a tener que soportar el hedor a orina. Le recordaba las esquinas de Chacaíto, a los sintecho de los Chaguaramos, al hospital donde habían muerto sus abuelos, al hambre que da contemplar una arepa caliente cuando uno ha salido de casa con el estómago vacío. El budare de su madre llevaba meses guardado, las mañanas ya no olían a arepas y el café dejó de ser un aroma cotidiano.
La familia de Andrés vive en una de tantas avenidas infinitas que nadie sabe dónde empiezan y mucho menos dónde terminan. En la Francisco Solano López, se oye el bululú de quienes empiezan el día tempranito para ganarse la vida. Los vendedores de frutas y verduras amontonan las cajas en la esquina y el olor a mango se mezcla con el humo de las camioneticas. Las cornetas suenan estrepitosas en los oídos de los ciudadanos, para anunciar quién sabe qué cosas. Los kioskos de periódicos rodeados de vendedores ambulantes gritan a todo pulmón la venta de sus caramelos de “menta”, “jengibre” o “café”. Las madres y sus niños discuten porque no alcanzaron el autobús de las cinco para ir al liceo. Los borrachos y las putas se devuelven a sus casas o siguen divagando por las aceras hasta encontrar algún hueco donde puedan echarse. Tarantines de guayoyos y arepas fritas se ven por las aceras. “Café café café, arepas de queso, reina pepiada o carne mechaa pa comenzar la mañana”, son los rezos que se escuchan al caminar.
La ciudad a Andrés le parecía de un blanco incomprensible, —como abandonao. Quizás sea por la ausencia de agua, ¿y si Caracas tuviese mar? La ciudad está separada de la brisa marina por la montaña, el alivio del caribe se detiene al otro lado del Ávila. A veces cuando esperaba el autobús, en Chacaíto, al pasar los carros rápidamente, Andrés imaginaba el susurro de las olas. Si no fuera por el olor a descomposición que desprendían las bolsas de basura amontonadas al lado de la parada, podría sentir el aliento del mar. Andrés se tapó la nariz con el brazo y esperó el autobús. Mientras el tiempo corría y no había señales de ningún transporte vio llegar a dos niños. Llevaban franelillas y jeans rotos, se reían a carcajadas. Andrés sabía que no harían la cola con él. Tampoco cuándo fue la última vez que alguien los acompañó de vuelta a casa. Lo que sí sabía era por qué esos niños estaban tan felices. Había bolsas nuevas en el montón y por el aspecto no debían de llevar ahí más de dos días. Los niños comenzaron a rebuscar en la montaña como quien juega a descubrir un tesoro. Lo hacían con tanto ímpetu y alegría que cualquiera podría haber pensado que no era basura lo que se llevaban a la boca. Uno de los niños sacó un plástico aplastado con una masa amarillenta y dijo:
—Mira, marico, pollo frito — Y se lo tragó de un bocado.
—Aquí hay una pizza— dijo el otro, soltaron otra carcajada. Estaban eufóricos. Uno de ellos encontró una lata aplastada e improvisaron un partido de fútbol.
Andrés subió al autobús mientras uno de los niños gritaba —¡Goooooool! Se sentó en un puesto roto que daba a la ventanilla. Le siguió una señora que tenía la mirada cansada y, que apoyó su cabeza en el respaldo del asiento de Andrés. El conductor avanzó a toda velocidad por la Casanova hasta llegar a la autopista que conecta con Las Mercedes. La nariz de Andrés vibraba cuando estaban en movimiento y observaba en la ventana cómo la ciudad amanecía entre tanto gris. Veía la desesperación en la manera de conducir de las personas. Los carros se comían la luz del semáforo, bocinazos y una que otra vez un grito, un insulto, el levantamiento del dedo medio de la mano. Luego, estaba el Guaire. Andrés lo contemplaba desde su asiento y podía oler la mierda. ¿O era la ropa que su madre no había podido lavar? El agua marrón y pestilente estaba allí estancada. En ese río, en el pequeño puente que lo atraviesa, todavía siguen los carteles de unos comicios olvidados desde hace cuatro años. Andrés suspiró. Las tripas le sonaron y recordó el sonido de las olas rompiéndose en la orilla de Chuao, mientras él, su madre y su padre, bebían un papelón con limón y sujetaban una empanada de queso.