La puerta estaba abierta cuando llegó Ángela. Rufo corrió a saludarla, brincó en dos patas tratando de alcanzar sus piernas, y ella lo cargó. Se lo acercó al rostro y caminó con él entre sus brazos hasta la sala. Las persianas dejaban entrar la luz del sol que caía sobre una mesa de vidrio e inundaba la habitación de un blanco intenso. Hacía calor. Ángela puso a Rufo en el suelo y trató de seguirlo con la mirada, pero se detuvo en una caja transparente que estaba en frente del mueble del televisor. Dentro había un par de sostenes, jeans y libros que la desbordaban. Al lado estaban su mochila y sus pantuflas, como si las hubiera olvidado ahí la última vez. Rufo volvió a aparecer y la miró expectante, con la lengua afuera y batiendo la cola. Ella sonrió sin ganas y miró a su alrededor. Al lado izquierdo tenía la cocina. Sobre el mesón había un cenicero con un trozo de incienso que aún no terminaba de extinguirse. Ángela se acercó y puso su juego de llaves al lado. Exhaló caminando de vuelta a la sala, directo a recoger sus pertenencias. Se agachó y puso las pantuflas encima de la pila, pero uno de los libros se deslizó fuera de la caja junto con las pantuflas. Revisó el contenido por encima y alcanzó a ver algo adentro que brillaba. Apretó los dientes y embutió el libro y las pantuflas. Se puso la mochila en un hombro. Tomó la caja por los costados y, haciendo equilibrio para que nada se resbalara, se puso de pie.
Rufo se le acercó por un costado. Tenía la correa en la boca y la puso encima de sus zapatos. Ángela lo apartó con el pie, pero él volvió enseguida y agarró la correa con la boca.
—Rufo, no —le dijo despacio.
Pero el perro brincó en dos patas y trató de alcanzarla. Ella caminó en dirección a la puerta intentando ignorarlo, pero tropezó con la correa y se le cayeron un par de libros y las pantuflas. Maldijo al animal y se arrodilló para recoger sus cosas. Rufo empezó a ladrar, poniéndosele de nuevo en frente. Ángela estaba sudando.
—Rufo, que no —dijo entre dientes y volvió a meter los libros y las pantuflas.
Cuando intentó ponerse de pie Rufo se montó en la caja y volvió a ladrar. Ella lo quitó de encima de un manotón, él chilló y siguió ladrando.
—¡Que no insistas! —gritó.
Rufo se calló por un momento. Volvió a chillar, triste. Ángela se apoyó sobre los costados del contenedor, cerró los ojos y le pidió al perro que no siguiera, por favor, por favor. Por favor…
—Cállalo, Sebastián —dijo dándole la espalda y hundiendo su cara en las sábanas.
—Pero cómo quieres que no ladre si es su primera noche aquí y ni siquiera lo dejas dormir en el cuarto —contestó Sebastián, abrazándola por la espalda.
Ella se recogió en posición fetal y se tapó los oídos con una almohada.
—Pues cuando estemos en tu casa dormirá en tu cuarto; en la mía, no. Te lo dije, no es mi perro —gruñó desde su refugio de sábanas y almohadas.
Sebastián se le quitó de encima y resopló. Los ladridos se habían convertido en chillidos de súplica, y el perro comenzó a rascar la puerta con las uñas.
—¿Cómo puedes ser tan mala? Escúchalo, no quiere estar solito.
—Escúchalo tú, va a dañar la puerta.
—Pero es porque no lo dejas entrar…
—Te lo dije en la perrera y te lo vuelvo a decir: es tu perro, no el mío, y no tengo por qué hacerme responsable de tus mierdas.
—Ya lo sé… pero esto es distinto. Es un perrito…
—Borra esa sonrisa de tu cara.
—¿Cuál sonrisa? —dijo divertido— ni siquiera me estás viendo.
Ella sonrió también entre las almohadas y los chillidos, pero contestó con severidad:
—Porque te conozco, idiota.
Soltó una carcajada.
Fue inútil. Ángela apretó los ojos y se tapó los oídos con las manos, igual que lo había hecho la noche que lo adoptaron.
Escuchó la puerta de entrada cerrarse de golpe. Rufo dejó de ladrar y salió corriendo. Ella pudo escuchar cómo las uñas de las patitas golpeaban la madera con cada salto que daba. Aún con los ojos cerrados, maldijo en voz baja. Y se puso de pie.
—Hola.
—Ya me iba —dijo ella antes de que él dijera algo más. Tenía calor, necesitaba salir. Apuró el paso, y antes de llegar a donde estaban Rufo y Sebastián escuchó algo caer. Pero no se detuvo
—Se te salieron las pantuflas.
—¡Ya lo sé! —dijo ella deteniéndose. Inhaló y dio media vuelta.
—Voy a estar en mi cuarto —dijo él—. Cierra la puerta cuando te vayas, por favor. Rufo, ven.
Ángela puso las pantuflas sobre la caja de nuevo y se acomodó la mochila que colgaba en su hombro. Caminó hasta la puerta aguantando la respiración. Una vez estuvo allí, miró hacia atrás, convencida de que esta vez sería la última. Abrió la puerta y Rufo comenzó a ladrar de nuevo. Sebastián gritó algo que ella no entendió y cerró la puerta. Ángela escuchó los ladridos, y cómo el perro comenzaba a rascar la puerta.